Moshe Lewin: Realidad y mito en la Unión Soviética, I

Nadie salió victorioso, todo el mundo estaba en lo cierto, todos perdieron.

Es bien sabido que la historia está constantemente sometida a usos y abusos. Escuchar el alegato de alguien ajeno a la historia a favor de un conocimiento objetivo histórico como rasgo indispensable para una nación, bien en momentos propicios, bien en sus días de esplendor, no es algo habitual en una era dominada por los ordenadores y los medios de comunicación y obsesionada con el presente. Pero el instante es eso mismo, fugaz, y la historia permanece. Y continúa siendo el proveedor de los ladrillos, sólidos o defectuosos, con los que se construye el futuro. La historia son los cimientos sobre los que descansa una nación y que la hacen crecer. No es una estupidez pensar que la historia, junto con las ciencias aplicadas, tiene una dimensión práctica, aun cuando no pueda dar soluciones inmediatas y absolutas.

Con este elogio del derecho al pasado culmina Moshe Lewin (1921-) El siglo soviético, una obra imprescindible para entender, no sólo la propia historia de la Unión Soviética, sino la querella de comunistas y capitalistas desatada en el mundo durante la guerra fría, asi como sus consecuencias en la era poscomunista.

Gracias a un profundo conocimiento de la historia rusa y el acceso de primera mano a los archivos soviéticos desclasificados, Lewin es capaz de componer un relato histórico coherente, bien documentado y bastante alejado de los enfoques descaradamente ideológicos en circulación. A no ser que se opte por un cómodo atrincheramiento de partido, el camino a la comprensión crítica de ideas tan pregnantes como "capitalismo" o "socialismo" debe partir por una criba inteligente de los materiales históricos previamente dados. El pasado no es un extranjero en el presente, y sólo una correcta toma de conciencia sobre su influencia puede evitar que se convierta en un invasor inesperado o en un déspota silencioso.

El "imperio del mal"

Lewin es también autor de Él último combate de Lenin, una obra en la que trata de limpiar la "sobreestalinización" del régimen que acostumbra a proyectar sobre todo el "siglo soviético" la sombra alargada del "imperio del mal". Pero Lenin no compartía con Stalin ni unos mismos rasgos psicológicos, ni un mismo modo de gobierno, y ni tan siquiera una misma ideología política. Empezando por las profundas diferencias que enfrentaron a los dos líderes a propósito de la "cuestión nacional", y continuando con las distintas estrategias que ambos emprendieron para resolver el problema de la modernización y la construcción del estado soviético. A pesar del cliché popular, a izquierda y derecha, el "leninismo" jamás fue una ideología política rígida, ni fomentó el culto al liderazgo personal, sino que consistió más bien en un conjunto de tácticas básicamente pragmáticas que trataron de resolver la "situación revolucionaria" de 1917 y el indescriptible caos político que le siguió. “Debemos replantearnos nuestras ideas sobre el socialismo", "Debemos aprender de todo aquel que sepa más que nosotros sobre cualquier tema", o "O pasamos el examen de la compentencia con el sector privado, o fracasaremos rotundamente”, eran declaraciones típicamente "leninistas". El mismo Trotski, ante el Comité Ejecutivo del Komintern en 1921, insistía en que el socialismo era solo “un proyecto a largo plazo” y en que “quienes desearan hacerlo realidad algún día debían seguir las huellas de la economía de mercado” (Ib. 446). Quizás la mayor encarnación de este "pragmatismo marxista" sea la Nueva Política Económica, en buena medida una cesión a los métodos del capitalismo privado, pero que logró salvar la economía soviética y, a la postre, garantizar la eutaxia del estado soviético durante sus horas más difíciles.

A diferencia del pragmatismo y la discusión política que caracterizaron al periodo “leninista”, el régimen de Stalin empezó por asegurarse la neutralización política del partido, sustituyendo el viejo bolchevismo por una dictadura personal del propio Stalin. Para lograr esta despolitización del régimen, sin perjuicio de la propaganda exterior ("Aunque quien hablaba era Jacob, quien actuaba era Esaú"), Koba consiguió clausurar prácticamente cualquier sombra de legalismo, mimetizando para ello no pocos elementos de la tradición ortodoxa rusa. La "filosofía de los cuadros” de Stalin, su típico desprecio por la realidad, su “despotismo agrario”, el sistema de trabajos forzados y el intrumentalismo científico de la época poco tienen que ver con el "ateísmo" o incluso con el racionalismo político, y mucho más con otros "síndromes heréticos" heredados de la tradición religiosa ortodoxa y la historia política del zarismo ruso.

Es muy reseñable que, entre las causas del terror estalinista analizadas por Lewin, prácticamente ni se mencione al "ateísmo" o al "ciencismo". Si el estalinismo logró arraigar en la Unión Soviética, ello se debió ante todo al anhelo que el pueblo ruso sentía de un nuevo vohzd (guía) histórico, un patriarca-terrateniente (joziain) “cuyo comportamiento severo se aceptaba, siempre que fuera justo” y que arraigaba en la tradición rusa de autarquía, ortodoxia religiosa y patriarcalismo agrario (Ib.190).

El juicio final es muy claro: "El estalinismo estaba impregnado de un carácter irracional que no sólo lo convirtió en régimen decrépito, sino también abyecto”(Ib.191).

La "desestalinización"

El estado de decrepitud moral y material en que los años del Terror dejaron a la URSS, provocaron la urgente necesidad de un nuevo "chamán" capaz de desprenderse de la "paranoia sistémica" que precipitaba la agonía del país. Este nuevo lider fue Jruschov. Después de la célebre "reunión secreta" en donde se denuncian las prácticas estalinistas, una de las primeras consecuencias será la práctica desmantelación del Gulag y el tan vasto como improductivo complejo industrial del MVD asociado a él. También se dará un giro realista al dejar de considerarse los "crimenes contrarrevolucionarios" característicos del Terror, hablándose en su lugar de “crímenes contra el estado”.

Pero quizás el rasgo más sobresaliente de la era posestalinista, además de la reforma del "estado de derecho", es la aparición de un mercado de trabajo de facto, unido a la progresiva merma de los métodos coactivos sobre la movilización de la mano de obra que recogía ahora la fórmula popular: "haz como si pagaras y nosotros haremos como si trabajamos" (Ib.224). A partir de Jruschov se eliminaron muchos ministerios y se asistió a un proceso de moderada "despolitización" de la economía. El Comité Central, para sorpresa de los apparatchiks, ya no se ocupaba directamente de la economía. En efecto, los mismos planificadores comunistas llegaron a ser muy conscientes de la paradoja que provocaba una economía siempre en manos de políticos: "Si la defensa de los intereses estatales tenía que anteponerse a los privados, ¿cómo podían garantizarla los cuadros del Partido cuando la mejora de su situación material dependía de las bonificaciones y de las prebendas que obtenían de los responsables de la economía?"
Aunque me ocuparé próximamente de este tema con ocasión de un pequeño ensayo sobre Hayek, uno de los rasgos más importantes del posestalinismo, asombrosamente ignorado por los analistas occidentales, es el papel jugado por los procesos de economía espontánea en la Unión Soviética:
Aunque hubo una cierta intervención gubernamental, estos procesos eran, por lo general, espontáneos, lo que nos obliga a distanciaros por un momento de la idea de la existencia de un Estado-Partido monolítico que lo tenía todo bajo control y a señalar que hay algo que ha pasado inadvertido en la mayoría de los estudios: la “espontaneidad” (stijiia, una palabra de etimología griega). Cualquier historia seria de la Unión soviética debería abordar la stijiia, incluso dándole la categoría de tema central, a pesar de que sea un concepto inaceptable para todos aquellos analistas cuyas opiniones al respecto están profundamente politizadas. (Ib. 256)
En general, y a pesar de algunos errores de bulto de Jruschov (especialmente, la orden de restringir el cultivo de las parcelas familiares en el campo, que provocó unos 3,5 millones de pérdidas de puestos de trabajo), el inicio de la "desestalinización" aseguró una progresiva homologación de la sociedad soviética con las demás sociedades industriales "modernas". La economía mejoró su productividad y ello se tradujo en una mejora de las condiciones de vida. La tasa de mortalidad bajó del 18 por cada 1000 habitantes en 1947 a un 9,7 por 1000 en 1950 y un 7.3 en 1965. La mortalidad infantil también disminuyó espectacularmente, de los 182 por 1000 en 1940, a los 81 en 1958 y los 27 en 1965.

Después de Stalin, para decirlo con R.W. Davies "la Unión Soviética encaraba el futuro con confianza, y las potencias capitalistas dirigían la vista hacia ella con preocupación", pero, paralelamente a esta relativa prosperidad, el "sistema" contenía la semilla de su propia destrucción y comenzaba a dar síntomas preocupantes de colapso.

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