Viva Napoleón

Conservadores, y no pocos "progresistas", coinciden en responsabilizar a las ideas de 1789 de desencadenar un periodo nunca visto de carnicerías masivas, iconoclastia subversiva, y destrucción moral que, finalmente, culmina en los campos de exterminio de Auschwitz o Dachau, símbolos de reunión entre el estatismo (política) y el positivismo (ciencia). Lo que Goya dibuja en sus cuadros negros, saben plasmarlo Horckeimer y Adorno sobre las páginas de su dialéctica de la Ilustración: la razón engendra el sueño monstruoso del totalitarismo. Antes, otras encíclicas condenan explícitamente la soberbia de los nuevos tiempos, el modernismo, el liberalismo, el americanismo...

La "guerra total", donde el odio revolucionario sustituye al odium theologicum, es según Hoppe más mortífera que ninguna otra conocida. La guillotina, los derechos del Hombre y la nación de ciudadanos inauguran al parecer un Terror inédito, justificado por los toques de trompeta de la razón, la ciencia y el progreso. Llegan a distinguirse dos tradiciones: la del liberalismo tranquilo y "glorioso" de los anglosajones, y la de la libertad homicida representada por jacobinos, bolcheviques, maoístas...Sin embargo, la cabeza de un rey rueda por el suelo antes en Inglaterra (1649) que en Francia (1793) y, aparentemente sin jacobinos, la peor guerra conocida de los tiempos modernos -en términos porcentuales de caídos en combate- es la de la secesión americana. Por su parte, el comunismo "con un toque de terror" de la URSS propicia, al fin y al cabo, que la esperanza de vida de los soviéticos doble el promedio habitual del zarismo (pasando, según Lewin, de los 28 a los 68 años), y que la tasa de mortandad infatil se homologue prácticamente con las naciones occidentales en los años sesenta del siglo pasado. En realidad, la era del "estatismo" y de la "decivilización", incluyendo el Gulag, dos guerras mundiales y dos bombas atómicas, logra disminuir espectacularmente la tasa de violencia típica en las sociedades tradicionales y del Antiguo Régimen: ¿De qué son nostálgicos los nostálgicos?

En cuanto antecedente de otros césares sangrientos del siglo XX, Napoleón corre una extraña suerte en el imaginario de la posrevolución. Se menosprecia su obra política como un vulgar caso de ambición cesarista, pese al poco contestable hecho de que consolida la revolución en tierra y la extiende incluso hacia el espacio ultramarino, sino ya por el mundo entero (como era el deseo de los girondinos), al menos sí por el viejo continente. Napoleón no crucifica las ideas de 1789, sino que las asegura sobre una nueva legislación (Código Civil de 1807) y un estado fuerte que se impone a las potencias circundantes del Antiguo Régimen. Desde luego, la difusión del liberalismo por la vía del imperio napoleónico, a pesar de su carácter efímero (1804-1814), no es viable haciendo "tabla rasa" de las tradiciones locales, de manera que las nuevas naciones deben buscar arraigo en las culturas políticas y jurídicas existentes. Éste es el caso de España, que en su primera constitución liberal (1812) ni elimina la monarquía ni cuestiona la confesionalidad del estado. Aún en 2008 la república es en España una "idea sin fuerza", recordando a Marx, y también el "problema" descubierto por Baroja: que nuestros reaccionarios sean de verdad y nuestros liberales, de pacotilla.

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