Orígenes infantiles de la resistencia a la ciencia

La resistencia a las ideas científicas deriva en buena parte de asunciones y prejuicios que pueden demostrarse experimentalmente en niños jóvenes, y que podrían persistir en la vida adulta. En particular, tanto los adultos como los niños se resisten a adquirir información científica que choca con las intuiciones del sentido común sobre dominios físicos y psicológicos. Adicionalmente, cuando se aprende información de otras personas, tanto los adultos como los niños son sensibles al grado de confianza de la fuente de información. La resistencia a la ciencia, entonces, es particularmente exagerada en sociedades donde las ideologías no científicas poseen las ventajas de estar tanto arraigadas en el sentido común como transmitidas por fuentes dignas de confianza.
Dos psicólogos de Yale, Paul Bloom y Deena Skolnick, han publicado este breve artículo desvelando algunas claves importantes sobre el origen infantil de la resistencia a la ciencia entre los adultos. Estas tendencias instintivamente "anti-científicas" estarían tan arraigadas en la psicología del desarrollo humano, que podrían constituir de hecho un "universal" (a añadir a la lista confeccionada por Donald E. Brown).

Puesto que los seres humanos no somos "tablas rasas" y solamente algunos sociólogos, la mayoría de los políticos y ciertos filósofos extravagantes negarían hoy la existencia de algo semejante a la "Naturaleza Humana", no hay por qué presuponer una perfecta armonía entre el conocimiento científico y nuestra capacidad para adquirir conocimiento en general. Niños de un año están ya equipados con una especie de física y psicología "naïve", poseen conocimiento sobre la solidez y persistencia de los objetos, comprenden que la gente se mueve autónomamente en respuesta a estímulos físicos o sociales, etcétera. Para decirlo a la manera de Platón, el niño posee ya una "anamnesis" al nacer, pero poco tiene que ver con el recuerdo del alma en sus vidas pasadas o con ideas filosófica o científicamente sofisticadas. Por ejemplo, un conocimiento adecuado de la esfericidad terrestre, contra la asunción común de que los australianos deberían caerse al espacio, no ocurre antes de los ocho o nueve años. Y las nociones "innatas" sobre física corriente tienen mucho más que ver con la física aristotélica que con la ciencia moderna:
En algunos casos, hay tanta resistencia a la educacación científica que nunca cede del todo, y los prejuicios fundamentales persisten hasta la vida adulta. Un estudio clásico de Michael McCloskey y sus colegas probó las intuiciones de pregraduados escolares sobre movimientos físicos básicos, tales como el camino que tomaría una bola cuando es lanzada por un tubo curvo. Muchos de los pregraduados retenían una teoría del movimiento de sentido común aristotélico; predijeron que la bola continuaría moviéndose en curva, escogiendo B por encima de A.
Un aspecto epistemológicamente significativo de la psicología infantil es la propensión a comprender el mundo en términos de finalismo absoluto o teleologismo (los leones existen "para ir al zoo" y las nubes existen "para llover") y a ofrecer explicaciones intuitivamente "creacionistas" sobre el origen de la vida que colisionan contra la idea de evolución darwiniana. De hecho, cuando el sentido general de la pedagogía social y las instituciones políticas refuerzan estas visiones instintivas y de "sentido común", el resultado suele ser una devaluación general del conocimiento científico. Ello explica porque una encuesta de Pew Trust Poll terminaba arrojando en 2005 resultados poco alentadores para la socialización de la teoría de la evolución: hasta el 42% de los norteamericanos creen que los seres humanos y otros animales existían ya en su forma presente desde el inicio del tiempo.

Mucho cuidado, por tanto, con los autoproclamados "apóstoles del sentido común".

Ideas animistas y "cartesianas" que separan la mente del cerebro también están profundamente arraigadas en la psicología del sentido común. Comprensiblemente, la mayoría de la gente que sigue el imperativo del "sentido común" durante la vida adulta encuentra graves dificultades para asimilar la "hipótesis asombrosa" de Francis Crick apoyada hoy masivamente por la neurociencia. Este dualismo instintivo posee una importancia decisiva en la formación de la opinión pública sobre temas sensibles. El animismo espontáneo puede justificar tanto la prohibición irrestricta de la eutanasia o el aborto, como el veto de la investigación con células madre, o incluso la exculpación de criminales si se acredita, por resonancia magnética u otros métodos diagnósticos, que el cerebro "obligó" a actuar al individuo de un modo determinado.

La resistencia a la ciencia procede también de la imposibilidad de contrastación directa en ciertos dominios demasiado complejos como para ser apreciados "a simple vista" o ser corroborados de modo directo. En este caso, la tendencia a aceptar el conocimiento científico no dependerá siempre de la búsqueda de buenos argumentos y evidencias que los respalden, sino del grado de confianza dispensado a las distintas instituciones sociales en situación de poder y prestigio. Así, los norteamericanos o los ciudadanos de repúblicas islámicas no rechazan la evolución porque su mente esté menos preparada que la de los europeos, sino por el distinto equilibrio de fuerzas sociales y el modo cómo es percibida su influencia y autoridad (un punto que ya hacía explícito Daniel Dennett).

El rechazo de la ciencia también es socialmente muy visible en el campo de la medicina y las "terapias alternativas", en la crédula recepción pública de todo tipo de "misterios" sobre platillos volantes, fantasmas y criaturas fantásticas, y últimamente en temas bioéticamente muy sensibles como la eutanasia o la investigación con células madre. Por supuesto, el desafío del "sentido común" no es ninguna garantía de cientificidad, como tampoco lo es el mero hecho de esgrimir "ideas peligrosas" o estrafalarias que reten el sentido moral habitual. La mayoría de las chaladuras pseudocientíficas satisfacen de hecho el criterio de desafiar el "sentido común" - el psicoanálisis, sin ir más lejos, también empezaba por cuestionar nociones morales corrientes, por su "descubrimiento" de la sexualidad infantil o del complejo de Edipo, pero esto no lo convertía ipso facto en una teoría respetable.

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