Menos religión, más salud

Contra la asunción tradicional de que la religión convierte a la gente en más justa, compasiva y saludable, estudios serios muestran una inquietante relación positiva entre secularismo y salubridad pública. Gregory S. Paul describió algunas de estas correlaciones en un estudio bastante (aunque no suficientemente) divulgado de 2005. Tal y como indicaba desde el inicio del trabajo, este tema había sido frecuentemente marginado por las ciencias sociales, en especial allí donde la presión política de las iglesias y los prejuicios favorables a la religión son mayores. El republicano Tom Delay, por ejemplo, llegó a alertar sobre la persistencia de las tragedias al estilo Columbine en tanto las escuelas continuasen enseñando que las personas no son más que "monos evolucionados". Incluso en la "izquierda" las asunciones a favor de la moral religiosa son frecuentes, como muestra el apoyo de Gore a la enseñanza del creacionismo o su propia mezcla de "adanismo" y (pseudo)ciencia cuando trata de luchar contra el "cambio climático". Afortunadamente, la intensidad de esta oleada de revisionismo religioso es poco sentida aún en Europa, salvando excepciones más o menos exóticas.

El estudio sobre la relación entre Religiosidad y Disfuncionalidad publicado en Journal for religion & society utilizaba una base de datos con más de 800 millones de personas, y recoge documentación del Programa de Investigación Social Internacional, el programa para el Desarrollo de las Naciones Unidas, la Organización Mundial de la Salud, Gallup y otras fuentes bien informadas desde mitad de la década de los noventa hasta inicios de los 2000. El estudio definía la "disfuncionalidad" según indicadores basados en la tasa de homicidios, suicidios, expectativa de vida, enfermedades de transmisión sexual y mortandad infantil. La "religiosidad", a su vez, se medía en función del literalismo bíblico, frecuencia de oración, asistencia a los servicios religiosos, creencia absoluta en Dios, etcétera.

El estudio comparado de los 18 países muestra, en general, una correlación positiva entre superior práctica religiosa y superiores tasas de homicidio, mortandad juvenil y adulta, ETS, embarazo infantil, e incluso aborto. En consecuencia, la corriente suposición sobre el incremento de la "cultura de la muerte" (Juan Pablo II: "La cultura proaborto es especialmente fuerte precisamente allí donde se rechaza la enseñanza de la Iglesia sobre la contracepción") en las sociedades secularistas no pasaría de ser una especie de superstición de grupo, en fuerte contradicción con todas las evidencias empíricas:


Paul documenta también que el cristianismo del "cinturón bíblico" americano, fuertemente teísta y anti-evolucionista, arroja resultados mucho más disfuncionales que los estados más "educados" y partidarios de la evolución. Para mayor preocupación del conservadurismo religioso, EE.UU ocupa el primer puesto entre todos los países estudiados en la tasa de embarazos infantiles, gonorrea y sífilis. Como apuntaba Gwynne Dyer, el vínculo entre disfuncionalidad y religiosidad podría también cruzarse con la falta de sistemas sociales asistenciales allí donde la religión asume generalmente que "Dios proveerá".

Hay que insistir de nuevo en que "secularismo" no es idéntico a "ateísmo", si bien el ateísmo es una expresión muy importante de la laicidad. Una sociedad secularizada no es aquella en la que temibles "ateociencistas" han extirpado las creencias religiosas de raíz, sino aquella donde prevalece la discusión racional sobre la fe ciega, y acaso donde la herejía es posible.

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