Tu quoque. La izquierda contra la ciencia

A fines de los años sesenta del siglo pasado el mero hecho de hablar sobre la relación entre cociente de inteligencia y status social podía ser motivo de tumultos juveniles. En las universidades norteamericanas se repartían panfletos en donde se llamaba a “luchar contra las mentiras del profesor de Harvard” (en referencia a Richard Herrnstein, que había cometido la osadía de publicar sus ideas sobre genes, inteligencia y sociedad en la prensa popular). Por pintoresco que pueda parecer, entonces un científico que propusiera que ciertos gestos humanos podían ser universales y determinados desde el nacimiento, se la jugaba. Margaret Mead, sacerdotisa de la antropología progresista, describió como “espantosos” los hallazgos de Paul Ekman en este sentido. “Espantosos” y “Una vergüenza”. El mero hecho de sugerir que el sistema visual de los gatos podía ser innato servía para ser descrito como un “fascista” en los alrededores de la Academia. Tras atreverse a publicar su Sociobiología, E.O. Wilson también se enfrentó a consignas estudiantiles que le describían como un peligroso “patriarca de la derecha”. Y Robert Trivers, uno de los creadores de las teorías modernas sobre altruísmo recíproco o inversión parental, fue tachado en la misma época como “una herramienta del racismo y la opresión de la derecha”.

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