La inquisición (española)

Pocos acontecimientos históricos comprometen la esencia histórica de lo que llamamos España como este. Y sin embargo, no es un proceso bien conocido. Quizás porque su análisis se sutrae sistemáticamente al entendimiento y se entrega a las pasiones y partidos de distinto signo. Por ejemplo, la última ficción histórica de Antonio Gala, que abunda en recrear la memoria de la leyenda negra, o el mismo Chesterton, que acaba de mencionar el asunto en linea con su peculiar cruzada contra los "ateos ciencistas".

Tres mitos sobre el santo oficio

Gracias al trabajo de Joseph Pérez, autor de La inquisición española (Martínez Roca, 2002) podemos pintar un cuadro mucho más realista de los hechos y derribar varios mitos en torno a esta institución.

El primer mito concierne a la responsabilidad histórica de los reyes católicos, una visión que suele preceder al idílico cuadro de las "tres religiones" (o "tres culturas" como ahora se le llama) representadas en la tumba del rey castellano Fernando III. Ocurre que ni la convivencia entre las tres religiones puede considerarse ni mucho menos "pacífica", ni el progreso económico se detuvo bajo el supuesto "centralismo" de los reyes católicos. Tampoco cabría cargar en la cuenta de una piadosa reina Isabel la creación del santo oficio, sino más bien en el "maquiavelismo" de Fernando, cuya política religiosa no representaba sino la máscara de una estrategia política mucho más profunda. Los reyes españoles no actuaron como simples "racistas" o "antisemitas", y ello pese al antisemitismo oficial difundido por Roma a partir del siglo XII -un ejemplo más de que el "catolicismo español", resumiendo la tesis de Payne, reunía características singulares que siempre lo distinguieron del "catolicismo romano". La expulsión de los judíos no se llevó adelante por motivos religiosos, sino por motivos políticos. El nuevo estado, en cierto modo una prefiguración del estado moderno, aunque también del totalitarismo (Íb. Pág. 76) no podía permitir la coexistencia de comunidades separadas, con su derecho, jueces y dirigentes propios distintos del poder real. El resultado, pese a que la intención de los monarcas era lograr la conversión mediante la persuasión pacífica, fué una dolorosa diáspora con aproximadamente la mitad de los judíos españoles abandonando el país. Cabe señalar, en cambio, que fueron los judíos más rígidos los que acabaron huyendo de España, puesto que el auge del averroísmo y del escepticismo racionalista habían preparado el camino hacia la conversión de muchos otros.

El segundo "mito" tiene que ver con la idea de "libertad de conciencia". Al menos hasta las revoluciones del siglo XVIII, en toda Europa la "tolerancia religiosa" fué prácticamente desconocida. Los judíos y los cristianos no gozaban del estatuto de ciudadanía durante la dominación musulmana. Tampoco los católicos bajo dominio protestante inglés. Pese a que suele asociarse el luteranismo con el glorioso inicio de la "libertad de conciencia", lo cierto es que la Paz de Augsburgo y el Ínterin de 1552 sólo sirvieron para otorgar a los príncipes, y no a los individuos particulares, la facultad de escoger religión: cujus regio cujus religio. La frase atribuída a Felipe II, "No pienso ser señor de herejes", respresentaba en realidad el pensamiento común de los soberanos europeos a un lado u otro de la "reforma". Tal y como acredita el caso de Miguel Servet, la inquisición no era un rasgo típico del catolicismo.

El tercer mito se refiere a la magnitud de los crímenes de la inquisición en el contexto de las demás inquisiciones europeas. La imagen de los inquisidores españoles torturando a sus víctimas con artefactos sofisticados o realizando sangriendas ordalías a costa de hechiceras libertarias es, en buena medida, mitológica. En parte porque ni tan siquiera los inquisidores creían en el método de tortura, que según Henningsen no alcanzó a nueve de cada diez reos.

El "racionalismo" de los inquisidores

Mucha de la leyenda que se hizo paso en Europa, tras los autos de fe de Valladolid y Sevilla de 1559 se debe al celebérrimo panfleto de John Fox The book of martyrs, que, a pesar de sus distorsiones y exageraciones, desde entonces queda incorporado al "saber convencional" sobre España -uno de los principales difusores de la leyenda negra, de hecho, junto con nuestros Fray Bartolomé de las Casas y Antonio López. Es a partir de estas fechas cuando el catolicismo español inicia un rumbo marcado por la grandiosidad y el antimisticismo, con el santo oficio enfrentándose a los alumbrados, místicos y recogidos que cuestionan el ritualismo oficial. Sin embargo, suele pasarse por alto que la persecución de estas herejías no sólo escondía un ansia de pureza doctrinal, sino una actitud escéptica y racionalista empeñada en erradicar las supersticiones y lo que hoy llamaríamos "paraciencias". En este sentido, merece recordarse la alerta dada por Francisco de Vitoria, cuando la astrología aún formaba parte del saber universitario: "no debe tenerse por milagro las cosas que puedan naturalmente producirse", o el Tratado sobre las supersticiones y hechicerías obra del inquisidor riojano Fray Martín de Castañega, un genuino antecedente del movimiento "escéptico" actual.

La actitud "racionalista" de algunos inquisidores, con todo, no podía competir con las aspiraciones progresistas del siglo de las luces, en un momento en que resultaba evidente la identificación del santo oficio con la política del antiguo régimen. El desarrollo de la prensa durante la época de Ilustración profundiza en las contradicciones de la institución, incapaz de situarse "a la altura de los tiempos", por utilizar el sintagma de Ortega. Las nuevas ideas producen inevitablemente nerviosismo y suspicacia, pero ello no impide que se genere toda una economía espontanea de la información. La actitud de los monarcas es, en general, displicente; Carlos III: "A los españoles les gusta y a mí no me molesta", mientras que los ilustrados hispanos pretenden desmarcarse del ateísmo francés.

El santo oficio que avergonzaba la españolidad de Blanco White, y la de tantos otros más tarde, se prolonga demasiado tiempo. Debe ser Napoleón Bonaparte (4 de diciembre de 1808), mediante decreto imperial, quien resuelva el asunto antes de la restauración. Pero su enterramiento definitivo, que canta Larra ("Aqui yace la inquisición, hija de la fe y del fanatismo..."), tiene lugar mediante decreto de la reina María Cristina, el 15 de julio de 1834.

La Inquisición arroja un balance histórico complejo. Por una parte despejó el peligro de las guerras religiosas, pero a costa de sofocar la disidencia potencialmente beneficiosa y de imponer frenos graves a la economía del conocimiento, en un momento en que la fuerza de las nuevas ideas resultaba irresistible, sobre todo a partir del siglo XVIII. Aunque la imagen ultrasadista del santo oficio es sin duda exagerada y folklórica, tres siglos de restricciones sistemáticas sobre la economía de la información privaron probablemente a los españoles de un desarrollo superior. No debe enmascararse, por ejemplo, la evolución de la universidad española, que lideró las ciencias europeas a principios del siglo XVI pero inició desde entonces un periodo de lenta decadencia. Tampoco convendría pasar por alto, contra Chesterton, que fue precisamente la peculiar concepción jurídica del santo oficio, que empezaba por considerar culpable de lesa majestad divina al reo, la que prefiguraba los peores momentos del totalitarismo moderno.

Nobody expects them.

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