El hedonismo extravagante. De los gnósticos a Montaigne

Reseña de El cristianismo hedonista. Contrahistoria de la filosofía, II, de Michel Onfray (Anagrama, 2009)

El segundo volumen de la contrahistoria filosófica de Onfray aborda lo que llama “hedonismo cristiano”, en realidad un conjunto muy variado de tradiciones, a menudo extravagantes, clandestinas, libertarias, que aparecen tras la destrucción de las bibliotecas clásicas, el cierre de las escuelas filosóficas y la consolidación del estado cristiano. Los gnósticos, en particular, del siglo I al V, pierden toda conexión con las despedazadas tradiciones hedonistas antiguas, por mucho que Ireneo de Lyon les reprocha profesar “la filosofía de Epicuro y la indiferencia de los cínicos”. Durante todos estos siglos, la tradición alternativa se define esencialmente como apostasía y como heterodoxia cristiana. Apenas hay rastros de materialismo:

Todos [los gnósticos] creen en la existencia de un alma inmaterial distinta del cuerpo, aunque encerrada en él en virtud de un principio de castigo; todos mantienen la idea de que estas almas migran a otros cuerpos después de la muerte, el destino del alma depende del uso que se haya hecho en esta vida; todos pueblan el cielo de criaturas inteligibles; todos explican el mundo valiéndose de un principio divino y de la ayuda de demiurgos; todos definen la salvación como la liberación del principio espiritual ígneo de su prisión material, carnal, corporal. Como Pitágoras y Platón... (Pág. 39-40)

El hedonismo de los gnósticos es un fruto de su metafísica drásticamente idealista y de su cosmogonía, según la cual el mundo visible no es obra de Dios, sino de un degenerado demiurgo. Simón el mago (siglo I d.C.), basándose en la epístola paulina a los romanos (VI-14) sugiere que la gracia libera del pecado y propone una comunidad de mujeres. Dado que los espirituales no pueden pecar, y que la materia sólo atestigua el fracaso de la creación, es indiferente castigar o dar gusto al cuerpo. Muchos escogen lo último. Siguen Basílides, Valentín, Carpócrates, en el “vívero gnóstico” de Alejandría, Epifanio, Cerintro, los barbelognósticos de Nicolás, que admiten la espermatofagia ritual, justifican el aborto y preparan “patés de fetos”...

Menéndez Pelayo dice que los gnósticos “son cristianos sólo de nombre”, y de hecho la ortodoxia se afianza justamente frente a las tesis gnósticas y, en cierto sentido, frente a su espíritu secretista y aristocrático, que ordena los hombres (y, a veces, mujeres) de inferior a superior: hílicos, psiquicos y pneumáticos.

Onfray omite, por cierto, la exuberante historia de Prisciliano (340-385 d.C.), obispo hispano, y primer hereje acusado de gnosticismo que es decapitado por orden de la Iglesia.


“Conflicto de Pedro con Simón el mago” (1620)

El mundo permanece cristiano tras la erradicación formal del gnosticismo, pero corrientes heterodoxas sobreviven a través de los llamados hermanos “del espíritu libre” (en España, “alumbrados”), una etiqueta obra de la misma Iglesia “acostumbrada a dar nombre a lo que escapa a su control con el fin de circunscribirlo y combatirlo mejor”. Algunas de las ideas gnósticas se salvan en la filosofía de la historia de Joaquín de Fiore, un místico italiano del siglo XIII con resabios gnósticos, que distingue la época de la Ley, del yavismo y el Antiguo Testamento, la época de la gracia, de la iglesia y del Nuevo Testamento y, finalmente, una época del Espíritu Santo donde una iglesia "espiritual" reemplazará a la iglesia temporal. Le siguen Amaury de Bène y otros “hermanos del espíritu libre”, que rechazan los sacramentos y levantan la prohibición del sexo fuera del matrimonio. Amaury termina en la hoguera, y sus huesos son sacados del cementerio de Saint-Martin-des-Champs para ser molidos y esparcidos entre las basuras...

Willem Cornelisz, Walter de Holanda, Juan de Brno, Heilwige de Bratislava, Willem Van Hildervissem de Malines, Quintin Therry y otros heresiarcas elaboran por toda Europa esta mística libertaria.

En el otoño de la edad media se conserva poco de Diógenes, Demócrito o Epicuro. De éste sólo quedan las citas de sus críticos, Cicerón o Plutarco, la semblanza de Diógenes Laercio, tres cartas (a Heródoto, Pitocles y Meneceo) y las llamadas Máximas capitales. Las Sentencias vaticanas se descubren después y conjuntamente a los textos anteriores constituyen las exiguas “obras completas” supervivientes de Epicuro. Cabe añadir que Poggio Bracciolini redescubre a Lucrecio en 1417 y que la primera traduccion latina de Laercio tiene que esperar hasta 1472.

En este contexto, condicionado por la ignorancia, el olvido o un conocimiento sesgado, muchos teístas triunfantes emplean el término “epicúreo” para insultar. En el Talmud, los rabinos lo usan para desacreditar a sus rivales los saduceos, que ponen en duda la inmortalidad del alma, y la resurrección de los muertos. Apikoros, epicúreo, es una etiqueta contra quienes los rabinos “consideran ateo o cualquiera que afirme la inexistencia de un juez”. Tertuliano (El matrimonio único) también equipara a los saduceos con los epicúreos. Sin olvidar a Dante, que manda a los discípulos del Jardín al sexto círculo del infierno (Divina comedia, X. 13-15), “el que más huele a azufre”.

Entre los tachados como epicúreo sobesale Lorenzo Valla (1407-1457), el descubridor del fraude de la donación de Constantino, y autor de un polémico diálogo sobre el placer, a quien Onfray defiende como honesto cristiano a fuer de epicúreo, reformista y pardidario de un “hedonismo cristiano”. Este “cristianismo epicúreo” de Valla se prolonga en Marsilio Ficino (1433-1499), que también defiende la legitimidad de algunos placeres (aunque se arrepiente de haber escrito un comentario joven sobre Lucrecio) y sobrevive hasta Gassendi (1592-1655) (autor de Vida y costumbres de Epicuro y Un sistema de la filosofía de Epicuro). También Erasmo reconoce la deuda con Valla en sus Anotaciones sobre el Nuevo Testamento de Valla y, en El epicúreo, (1533) reivindica claramente al filósofo del Jardín contra las calumnias tradicionales.

Desde la página 189 y hasta el final, el libro de Onfray se convierte en una monografía personal de Montaigne, el autor de los famosos Ensayos (1580), pensador reivindicado también como cristiano, y aún como sincero católico, por más que coquetee con el pirronismo, con el epicureísmo, que arroje dudas sobre la inmortalidad del alma, que prefigure los argumentos de Feuerbach sobre el antropomorfismo de la teología o hable sobre “la grosera impostura de las religiones”. Onfray también salva de las injurias tradicionales a Marie de Gournay, amiga íntima de Montaigne, autora de L’Égalité des hommes et des femmes, y salonnière pionera.

Cabe recordar, por último, que nuestro Francisco de Quevedo -por otra parte un ardiente católico- conoce a Montaigne (Montaña), y de hecho escribe una Defensa de Epicuro en la que también elogia y defiende al filósofo.

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