Dos ideas de democracia

Muchas personas (políticos, viñetistas, bloggers, periodistas e "indignados" en general) afirman perseguir en la España de fines de 2011 una verdadera democracia, "real", últimamente sin intermediarios ("No nos representan"), donde los expertos económicos y los políticos profesionales son subordinados a la autoridad irrestricta de la asamblea popular ("No somos mercancías en manos de políticos y banqueros"). Esta democracia "real" se opone a la democracia aparente, a la democracia que sin embargo es realmente existente en España y en Europa, a la manera como los albigenses, cátaros y valdenses se oponían a la Iglesia medieval en nombre del verdadero cristianismo apostólico. Para los que conocen la historia de los heterodoxos españoles, es llamativo que tampoco los "alumbrados" del siglo XVI se sintieran representados por los sacerdotes y los sacramentos de la Iglesia.

El problema de la representación política también aparece descrito en la filosofía clásica. Sócrates dice en el Gorgias que la labor del orador en la asamblea no consiste en enseñar, sino en convencer al público de las decisiones que ya han tomado otros. Los referendum sobre la OTAN de 1986 o sobre el tratado que establece una constitución para Europa de 2005 son ilustraciones bastante explícitas de éste principio. Hoy mismo, la labor política del presidente Rajoy consiste en buena parte en convencer al público acerca de la necesidad de las reformas (impuestas por el acuerdo franco-alemán) sobre ajuste del gasto público. Como corresponde a los oradores, en esta labor persuasiva la prosodia juega un papel determinante y así lo muestran las recientes lágrimas públicas de la ministra italiana que, a juicio de no pocos comentaristas, inyectaron más credibilidad en su discurso político.

El concepto de democracia "real" se opone a una idea de democracia más antipática y realista, entendida simplemente como mecanismo de sustitución periódica, controlada e incruenta de las élites políticas y económicas. La crisis política y financiera actual muestra, a fin de cuentas, que los oradores políticos no pueden cumplir los deseos del público si violan la ley de la gravedad de los mercados y los acuerdos políticos a los que están sujetos los estados soberanos. La medida de establecer un techo constitucional para la deuda pública de los estados nacionales, y la progresiva sustitución de los gobiernos de oradores políticos por gobiernos con un perfil más tecnócratico en los países del sur de Europa constata los límites de la retórica.

Una suposición razonable es que los gobiernos, los técnicos y el público tienen una racionalidad limitada y que, por tanto, no hay recetas mágicas. Un gobierno aparentemente tecnocrático tampoco garantiza resultados óptimos en un entorno de difícil predicción, en particular cuando los expertos se dejan llevar por un exceso de confianza en ausencia de vigilancia no experta. Las más utópicas quejas sobre el sistema democrático pueden prosperar si las medidas políticas no son reconocidas públicamente como legítimas y contrastadas con las intuiciones populares, por muy fuerte que sea el aura de sacralidad de los mercados o la racionalidad de los expertos. Hasta en Esparta, cuya realeza era considerada consubstancial a Zeus, los éforos podían derrocar a los reyes en circunstancias excepcionales.

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