Las estrellas no eran para el hombre

Hace unos días se hizo pública la decisión de la NASA de cancelar su carrera espacial. A alguien que pudiera viajar al revés del tiempo, nuestro programa espacial le parecería algo asombroso: El Apolo en 1969. Shuttle en 1981. Nada en 2011.

En el prólogo a las Crónicas marcianas de Bradbury, Borges refresca los primeros recuerdos literarios sobre viajes espaciales y extraterrestres, que parece que se remontan hasta los selenitas de Luciano de Samosata en su Historia verídica (siglo II d.C.). Pero mientras que para Samosata o para Ariosto (siglo XV) los viajes fuera de la tierra eran un arquetipo de lo imposible, para Kepler (siglo XVI), autor de un extraño "sueño astronómico" sobre las serpientes de la luna, empieza a ser ya una posibilidad. Posibilidad que la carrera espacial del siglo XX actualiza en alguna medida, pero a fin de cuentas, sin modificar drásticamente nuestra "condición humana", como predijo Hannah Arendt. Y quizás se trata de un problema de escala.

Uno de los más grandes y desconcertantes descubrimientos de la astronomía científica, y además no adelantado por ninguna cosmovisión religiosa anterior (como advertía Carl Sagan) es la inconmensurable magnitud del universo, donde la tierra es apenas un pálido punto azul en medio del océano cósmico. Este tamaño  inabarcable hace que la conquista del espacio esté marcada, casi antes de empezar, por una especie de melancolía del infinito. Hace ya más de 50 años, Arthur C. Clarke reflejó muy bien este sentimiento en una de sus novelas de ciencia-ficción, El fin de la infancia:

Pues sabía, como ningún otro lo había sabido, que Karellen había dicho la verdad al afirmar que las estrellas no eran para el hombre.

El accidente del Challenger, 1986

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