“Cartas a Eugenia”, de Holbach

Introducción a Cartas a Eugenia. Preservativo contra los prejuicios, editado por Laetoli con traducción y epílogo a cargo de Josep Lluis Teodoro:

Estas cartas eran conocidas desde hace tiempo con el único título de Cartas a Eugenia, pero el carácter poco comunicativo de aquellos en cuyas manos cayeron en primer lugar, el placer extraño, pero muy real, que causa en general en todas las personas la posesión exclusiva de cualquier objeto, esa especie de entumecimiento, de servilismo y de terror en que el poder tiránico de los sacerdotes mantenía a todos los espíritus —incluso a aquellos que por la superioridad de sus talentos deberían ser naturalmente los menos dispuestos a plegarse bajo el odioso yugo del sacerdocio—, todo ello reunido contribuyó hasta tal punto a sofocar desde su nacimiento —si se me permite expresarme así— este importante manuscrito, que durante largo tiempo fue dado por perdido; tanto era el celo con que sus poseedores lo mantenían cuidadosamente oculto que se negaban continuamente a permitir que se hicieran copias. Éstas eran tan pocas, incluso en las bibliotecas de los curiosos, que el difunto señor de Boze, a quien le gustaba coleccionar las obras más extrañas de todos los géneros literarios, jamás pudo procurarse un ejemplar, puesto que en sus tiempos sólo había tres en París, bien de manera intencionada, propter metum Judæorum, o bien porque realmente no se conocían más.
Los manuscritos de estas cartas se han hecho más corrientes sólo desde hace cinco o seis años. Hay incluso motivos para creer que hoy en día se han multiplicado, porque el manuscrito que ha servido para imprimirlas ha sido revisado y corregido sobre otros seis que se han reunido sin esfuerzo. Por desgracia, esas copias están plagadas de faltas que corrompen el sentido y contienen numerosas variantes que, por decirlo en el lenguaje de los críticos, han servido a veces para descubrir y fijar la verdadera lectura pero que, más frecuentemente, han hecho más incierto saber si se estaba sobre la que se debía seguir. Nueva prueba, pues, de la multiplicidad de estas copias, ya que cuanto más numerosos son los manuscritos de una obra más se diferencian entre sí, como podemos comprobar si nos fijamos en los de la Carta de Trasíbulo a Leucipo y en las variantes de lectura del Nuevo Testamento recogidas por el estudioso Mill, que sobrepasan las treinta mil.
Sea como fuere, nada se ha ahorrado para devolver al texto toda su pureza, y nos atrevemos a asegurar que, exceptuando cuatro o cinco pasajes que se hallan corruptos en todos los manuscritos que hemos tenido oportunidad de consultar, y que hemos intentado suplir de la mejor manera posible, la edición que hoy presentamos de estas cartas será con gran seguridad conforme al manuscrito del autor.
Por lo que respecta a su nombre y estado, sólo podemos hacer conjeturas. Los únicos detalles de su vida sobre los que hay acuerdo bastante general son que habría tenido gran amistad con el marqués de la Fare, el abate de Chaulieu, el abate Terasson, Fontenelle, el señor de Lasseré, etc. Muchas veces hemos oído decir, incluso, que estas cartas habrían sido redactadas por alguien de la Escuela de Scéaux. Todo lo que podemos asegurar es que basta leerlas para convencerse de que el autor era un hombre realmente instruido que había meditado profundamente las materias que trató. Su estilo es claro, simple, fácil, y entrevemos cierta urbanidad que nos hace pensar que no era un hombre oscuro ni alguien a quien la buena compañía le fuese ajena. Pero lo que distingue sobre todo esta obra, y lo que debe hacer que la aprecie toda la gente de bien, es la honestidad que reina en ella de principio a fin. Es imposible leerla sin hacerse la más alta idea de la honradez de su autor, sea quien fuere, sin desear tenerlo por amigo y haber vivido con él; en suma, sin rendir justicia a la rectitud de sus intenciones, aun cuando no aprobemos sus opiniones. Recomienda con vehemencia el amor a la virtud, la felicidad universal, el respeto a las leyes, el apego inviolable a los deberes de la moral, todo lo que puede contribuir, en definitiva, a hacer mejores a los hombres. Y si, por un lado, derriba completamente el edificio ruinoso del cristianismo, es para levantar, por otro lado, los fundamentos inquebrantables de un sistema moral establecido únicamente sobre la naturaleza del hombre, sus necesidades físicas y sus relaciones sociales: una base infinitamente mejor y más sólida que la religión puesto que, antes o después, la mentira queda al descubierto, pasa y arrastra consigo necesariamente todo aquello que le servía de apoyo, mientras que la verdad permanece eternamente y se consolida cuando envejece: opinionum comenta delet dies, naturæ judicia confirmat.
El epígrafe que se ha hallado en numerosos manuscritos de estas cartas prueba que la persona virtuosa a quien las debemos no se preocupaba por ser reconocido como autor, y que lo que guió su pluma no fue el amor por la fama ni la sed de gloria ni la ambición de distinguirse por opiniones audaces que los sacerdotes —y quienes la ignorancia ha sometido a éstos— llaman impiedades, sino únicamente el deseo de hacer el bien a sus semejantes iluminándolos y de desarraigar —por así decir— la religión misma como causante de todos los males que los afligen desde hace siglos. He aquí dicho epígrafe: Si j’ai raison, qu’importe à qui je suis? Es un verso de Corneille cuyo empleo es muy apropiado, y que debería figurar en el frontispicio de todos los libros de esta naturaleza.
Nada cierto podemos decir tampoco sobre la persona a quien dirigió su obra. Por diferentes circunstancias de estas cartas, parece que no se trata de una marquesa supuesta, como la de las Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos del señor de Fontenelle, y que fueron escritas realmente a una mujer distinguida tanto por su rango como por sus costumbres. Quizá se trataba de algu- na dama de la Escuela del Temple o de la de Sceaux, pero en el fondo, estos detalles, así como los concernientes al nombre y a la vida de nuestro autor, la fecha de su nacimiento, de su muerte, etc., son poco importantes y servirían sólo para satisfacer la vana curiosidad de algunos lectores ociosos que coleccionan con avidez esta clase de anécdotas, que les proporcionan una especie de exis- tencia en el mundo, lectores que celebran más enterarse de estas cosas que ser informados del descubrimiento de una verdad. Sé que intentan justificar su curiosidad diciendo que, cuando se lee un libro que causa sensación entre el público y que tiene gran éxito, es natural el deseo de querer saber a quién dirigir las felicitaciones. Pero este deseo es tanto más irrazonable cuanto que no puede ser satisfecho. En primer lugar, porque no ha habido ni habrá un hombre de letras tan imprudente —digámoslo todo— y tan insensato como para publicar o dejar que se publique, estando aún vivo, un libro en el que echará por tierra los templos, los altares y las estatuas de los dioses y en el que atacará sin contemplaciones las opiniones religiosas más consagradas. En segundo lugar, porque es público y notorio que todas las obras de este tipo que aparecen desde hace muchos años son los testamentos secretos de muchos grandes hombres obligados durante toda su vida a ocultar la lámpara bajo el celemín, cuya cabeza la muerte sustrae a las iras de sus perseguidores y cuyas cenizas frías no oyen en su tumba los gritos impertinentes de los supersticiosos más que los elogios de los amigos de la verdad. En tercer lugar, para terminar, porque esta curiosidad tan mal entendida puede comprometer de la manera más cruel el reposo, la fortuna y la libertad de los familiares o amigos de los autores de estos libros audaces. Esta sola consideración debería, pues, llevar a quienes se dedican a hacer conjeturas —si realmente tienen rectas intenciones— a ocultar en los pliegues más escondidos de su alma las sospechas verdaderas o falsas, y a hacer un uso más útil de su espíritu investigador para ellos y para los demás.

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