La pacificación de los discursos: El duelo de insultos entre Calvino y Servet

La "pacificación de las costumbres", por emplear la reciente expresión de Laurent Mucchielli [PDF] (Vía Arcadi Espada), podría ser un proceso que también afecta históricamente a las disputas textuales, académicas o incluso religiosas: la paficicación de los discursos. No hemos dejado de insultarnos, pero en general las descalificaciones personales se censuran como poco adecuadas en las discusiones científicas, y como temerarias en las disputas religiosas.

Al menos, esto es lo que se desprendería fácilmente después de leer el último y fantástico artículo publicado por Maria Tausiet en Hispania Sacra, ofreciendo detalles sobre la disputa mortal que tuvo lugar en agosto de 1553, en la teocrática Ginebra de Calvino, después de que el español Miguel Servet fuera llevado a juicio por herejía y blasfemia. Como es sabido el furioso proceso concluyó con la quema pública del hereje "a fuego lento con crueldad deliberada durante más de media hora, sin que le fuera concedida su petición de ser degollado para no desesperarse en el último momento".

La autora nos descubre cómo el insulto formaba una parte consubstancial de las disputas en la edad moderna, hasta alcanzar al mismo proceso de Servet, que identificaba a su enemigo preferentemente con "Simón el mago", arquetipo del archidemonio, mientras que Calvino tachaba a su contradictor como un falsario, "perro", "ridículo ratón" y, en general, blasfemo incapaz de razonar.

Los recursos utilizados por los dos contendientes para derribar los argumentos del adversario excedieron los límites del razonamiento discursivo. Ambos utilizaron sistemáticamente la descalificación personal del contrario y, en particular, Servet cubrió a Calvino de una serie de insultos y desprecios que hoy nos sorprenden por su violencia y temeridad, sobre todo teniendo en cuenta la posición de debilidad en que se encontraba: privado de libertar en manos de sus acusadores.
El acalorado enfrentamiento verbal entre los dos teólogos ocultaba en el fondo un auténtico duelo a muerte, como acabó demostrándose cinco días después de finalizar el debate escrito, cuando el reo decidió enviar una súplica a sus jueces en la que incluía una denuncia a Calvino por haberle acusado falsamente, entre otras cosas de negar la inmortalidad del alma.

La inflamada defensa que hace Servet de esta acusación en especial nos pone sobre la pista del terror y temblor que aún en el siglo XVI debía rodear el cuestionamiento de una materia tan delicada. No habría más que recordar, en este sentido, la fortuna adversa que corrió el a la postre popular tratado de Pietro Pomponazzi De inmortalitate anima. Servet llega a solicitar la pena capital para quien niegue la inmortalidad del alma:

De entre todas las herejías y crímenes, no hay uno más grande que el de considerar el alma mortal (...). Quien afirma eso no cree que haya Dios, ni justicia, ni resurrección, ni Jesucristo, ni Santa Escritura, ni nada, sino que todo es muerte, y que el hombre y la bestia son todo uno. Si yo hubiera dicho eso (...) debería condenarme a muerte a mí mismo. Por tanto, os pido, honorables señores, que mi falso acusador sea castigado a la pena del talión y que sea detenido y preso como yo, hasta que la causa quede sustanciada definitivamente por mi muerte o la suya u otra pena. 

El recurso del insulto, nos recuerda Tausiet, era mucho más que un accidente, era más bien una técnica convenientemente ritualizada y de amplia tradición histórica, "la omnipresencia de los insultos a lo largo de la Edad Moderna"; particularmente en las disputaciones teológicas y en los casos seguidos contra herejía. El insulto era un arma más, legítima hasta cierto punto, en la lucha de visiones:

Los insultos y las imprecaciones formaban parte asimismo del vocabulario oficial utilizado por la Iglesia para condenar a quienes se apartaban del camino recto, como expresión de la ira divina. De ahí que determinadas maldiciones dirigidas contra los pecadores aparecieran en los anatemas y sentencias de excomunión con un supuesto valor profético o pastoral ya que, en teoría, su objetivo no era la destrucción del pecador, sino la corrección del pecado. En ese sentido, al decir de los teólogos, no debían traducirse como una manifestación de venganza personal, sino como un instrumento de cólera divino.

A pesar de la victoria temporal de Calvino, se diría que el tribunal de la historia se inclina hoy mucho más hacia la tolerancia que hacia el "espíritu de certeza" de los inquisidores ginebrinos. La propia ciencia cognitiva, que empieza a descubrir los marcos biológicos que constriñen nuestra capacidad universal para argumentar [PDF], marcadamente limitada por el "sesgo de confirmación" y otros prejuicios ancestrales, viene a apoyar en definitiva las opiniones de Servet, menos inclinadas hacia la intolerancia en materia religiosa. Se puede recordar también, en este mismo sentido, la valiente réplica a Calvino por el humanista Sebastián Castellion, abogado de la libertad de conciencia:

Creer es dar crédito a lo que se ha dicho, sea verdadero o falso. A veces, lo falso se cree no menos que lo verdadero. Pero no puede decirse lo mismo del conocimiento. Lo falso no puede ser conocido, aunque pueda ser creído. En resumen, la fe acaba donde empieza el conocimiento.
Miguel Servet (1511-1553)


ResearchBlogging.org Tausiet, M. (2010). Mago contra falsario: Un duelo de insultos entre Calvino y Servet Hispania Sacra, 62 (125), 181-211

Entradas populares de este blog

Animales superfluos

Razonad todo lo que queráis, pero obedeced