Los tres impostores

Aunque todos los hombres desean conocer la verdad, hay muy pocos que gocen de ese privilegio: unos son incapaces de buscarla por sí mismos, otros no quieren esforzarse en ello. No hay que extrañarse, pues, si el mundo está lleno de opiniones vanas y ridículas: la ignorancia es lo que más fácilmente puede darles curso; es la única fuente de las ideas falsas que hay sobre la divinidad, el alma, los espíritus y casi todos los demás objetos propios de la religión. La costumbre ha prevalecido; nos atenemos a los prejuicios del nacimiento y a propósito de las cosas más esenciales nos rendimos ante personas interesadas que tienen por ley sostener con empecinamiento las opiniones recibidas y que no se atreven a rebatirlas por miedo a destruirse a sí mismos.

Con esta contundencia empieza el Tratado de los tres impostores: Moisés, Jesús, Mahoma (De tribus impostoribus) libro a la mitad entre leyenda e historia, que fue atribuido a una lista interminable de ateos sospechosos y candidatos a la herejia en un mundo hostil a la tolerancia. Parece que Raoul Vaneigem lo consideraba un ejemplo de que el más diáfano escepticismo no era desconocido en la piadosa edad media, aunque probablemente la versión conocida del "librejo", como lo llamaba Menéndez Pelayo, no es en sí medieval. Es interesante recordar que el tratado fuera atribuido comúnmente a Averroes ("iste maledictus Averroes") o los averroístas, bandera de la impiedad medieval, pero sobre todo al emperador Federico II, que "mantuvo una abierta disputa con el papado por el dominio efectivo de unos territorios muy concretos" y a quien se enjaretaba la opinión de que "Hay en el mundo tres leyes, se decía: la religión es un instrumento político: el mundo ha sido engañado por tres impostores".

Pero si a alguien debemos agradecer la supervivencia del tratado es a los mercaderes y libreros, particularmente a los más naturalistas o "libertinos" del siglo XVII:

En medio de tanta polémica sobre la paternidad del misterioso libro aparecerá la figura del bibliófilo que, por razones muy distintas a las de Mersenne, emprendió la búsqueda de tan extravagante “curiosité”, ofreciendo en ocasiones grandes sumas de dinero a quien le proporcionase un ejemplar. Y también aquí habrá espacio para los malentendidos y la farándula, con libreros que anunciaban poseer entre sus fondos una copia del codiciado título, que poco después desaparecía misteriosamente. En semejante contexto tampoco faltarán quienes pongan en duda que el escrito hubiese visto alguna vez la imprenta o quienes incluso lleguen a cuestionar la existencia misma de ese libro del que todos hablan, pero que no puede encontrarse en ninguna parte. Y es de señalar que a esta opinión se adhirieron preferentemente los autores que la historiografía actual ha dado en llamar «libertinos» ―como todas las etiquetas históricas, ésta de «libertinismo» tiene sus imprecisiones, pero creo que puede aplicarse de manera general a una serie de autores que en el siglo XVII se marcaron el objetivo de desacralizar diversas facetas de la vida humana, para insertarlas en un nuevo marco puramente histórico o naturalista―.

Este fragmento está en el blog Soy de plástico, una rara perla de Internet donde se puede leer una documentada crítica del asunto. La fotografía es de este mismo blog y corresponde a la portada de Traité des trois imposteurs, en el libro de G. Ernst Religione, ragione e natura.

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