Todos los símbolos religiosos deben ser desalojados del espacio institucional

La distinción entre espacios públicos y espacio institucional es totalmente urgente y necesaria para esclarecer el debate contemporáneo sobre el lugar político de los cruficijos y los símbolos religiosos en general:
El espacio institucional debe ser objeto de un especial cuidado, por lo que en él los procedimientos son especialmente estrictos y reglamentados. Ese cuidado también pasa por mantener la asepsia simbólica. No diré neutralidad, porque no es exacto decir que los símbolos institucionales deban ser neutros. Por ejemplo, nuestras instituciones no tienen por qué ser neutrales a la hora de expresar la defensa de la democracia, o de la libertad de expresión, o del derecho a la propiedad privada. Mucho mejor que decir de las instituciones que deben ser «neutrales» es considerar que éstas deben ser «canónicas». Porque eso es lo que ellas representan: el canon cívico de un país.
Neutralidad ante las religiones, no relativismo ante los valores

Se trata de que los símbolos religiosos, sean crucifijos, medias lunas o estrellas de David, no pueden representar salvo en condiciones muy excepcionales el "canon cívico" de un país que aspira a respetar la pluralidad religiosa y de conciencia de sus ciudadanos, bien entendido que dentro de unos límites constitucionales bien definidos que -como también aclara Pascual- no indican un relativismo frente a los valores morales universales, reconocidos en la Declaración original sobre los Derechos Humanos.

Sin embargo, no pudiendo encontrar ningún argumento fundamentado en la razón, la democracia y la libertad, los defensores de los símbolos religiosos en los espacios institucionales apelan nuevamente a la histeria contra el laicismo, y a veces contra el ateísmo, recuperando rancios relatos sobre conspiraciones masónicas que parecían olvidados en la noche del franquismo. No pocas veces la defensa a ultranza de los símbolos religiosos en los espacios institucionales se hace en el nombre de la tradición cultural y de vagas y oportunistas alusiones a "Occidente" ("Mucha alianza de civilizaciones y nos avergonzamos de la nuestra"). Como si el laicismo no fuera precisamente una de las grandes conquistas occidentales, especialmente a raíz de las revoluciones liberales del siglo XIX que los sectores ultramontanos siguen sin digerir. Y como si la presencia de los símbolos religiosos en el espacio institucional (no así en los privados o públicos) no fuera, mucho más que un símbolo de libertad, una reliquia del Antiguo Régimen.

El miedo a la secularización

El otro argumento oculto en este debate es el miedo a la secularización, o dicho en términos más claros, el pánico de las iglesias ante la pérdida de sus cuotas tradidionales de mercado y de influencia política. Un miedo típicamente "chestertoniano" o "dostoyevskiano", por cierto, que nada tiene que ver con lo factual.

Las sociedades mas secularizadas del mundo, como ha mostrado recientemente Phil Zuckerman, no son más nihilistas que las más religiosas. Por el contrario, todo indica que los entornos cívicos más saludables del mundo son también los más secularizados, entornos en los que ya no es preciso tomarse por la tremenda los dogmas del más allá, donde se practica la tolerancia y se respeta la ciencia. Ni siquiera el Terror moderno se explica por el nihilismo secular, como ha intentado defender de forma tan gratuita Glucksmann: los terroristas (sean religiosos o étnico-culturales) son, al revés, "creyentes verdaderos", dualistas radicales que si se caracterizan por algo es por la dramática resistencia a la secularización.

Esto no significa, por supuesto, que las religiones "lo envenenen todo". Tom Rees ha argumentado que las creencias y las instituciones religiosas son remedios relativamente eficaces en particular en sociedades disfuncionales. Cuando hay malestar social, la religión es mejor, pero lo óptimo es resolver el malestar social.

Otra cuestión a tener en cuenta es, en consecuencia, la competencia que la secularización provoca entre proveedores religiosos y seculares que explica la confrontación contemporánea entre las dos esferas: el "estado del bienestar" compite favorablemente con las iglesias en sus ámbitos asistenciales históricos, provocando un descenso progresivo en la afiliación religiosa y desencadenando el miedo y la agresividad contra la secularización. El árido debate sobre el desalojo institucional de los cruficijos tiene lugar dentro de esta misma dinámica.

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