Ciencia y primitivismo

Se diría que la irresistible atracción que el occidental siente por el "buen salvaje" es tan antigua como la misma tradición histórica y filosófica. Hesiodo, Homero o Platón difundieron a su distinto modo el mito de una "edad de oro" en la que los hombres "se amaban y querían bien unos a otros" (Las Leyes, 679a), existía una gran "abundancia de vestido y mantas" (un relato de la abundancia que mucho más tarde rescatará Marshall Sahlins), nadie mentía, y tampoco se padecía "riqueza ni indigencia". A partir de la Ilustración, el mito conoce fortuna sobre todo debido a la antipedagogía revolucionaria de Jean Jacques Rousseau, aunque según Steven Pinker la idea del Buen Salvaje aparece formulada antes en The Conquest of Granada, por John Dryden:

I am as free as Nature first made man
Ere the base laws of servitude began
When wild in woods the noble savage ran

A nadie se le escapa que la llamada "antropología cultural" y la "antropología médica", como rama suya, es uno de los lugares académicos más vulnerables para que hoy continúe prosperando el mito del buen salvaje. De hecho, el rasgo distintivo de la antropología cultural consiste mucho más en lo que los escolásticos llamaban "objeto material" que en su "objeto formal" (¿Acaso los sociólogos no pueden emplear, como los antropólogos, métodos fenomenológicos o de "observación participante"?). La diferencia estriba en que los antropólogos pretenden estudiar sociedades más o menos exóticas, "salvajes" o "primitivas" bajo el aspecto de sus peculiares "culturas" distintas a la nuestra. Dicho en términos gnoseológica y políticamente correctos: sociedades "tradicionales" no europeas.

La antropología cultural, en cuanto distinta de la sociología, o incluso de la "antropología social", quizás por ese contacto necesario con semejantes "sociedades tradicionales" (que constituyen su objeto material), suele sostener una perspectiva conservacionista que la sitúa cerca de posiciones "críticas" altermundistas y a veces netamente primitivistas. Aunque la versión más exagerada de primitivismo ("la persecución de modos de vida en contra el desarrollo tecnológico, sus alienantes precedentes y el conjunto de cambios provocados por ambos") corresponde al "nostálgico de la barbarie" (mejor habría que decir, del salvajismo) John Zerzan, rastros primitivistas son fácilmente detectables en muchos antropólogos de renombre (incluído Claude Levi-Strauss, que en su día soltara aquella perla de "salvaje es el que llama a otro salvaje").

Hace ya un tiempo, este verano nos despertábamos (vía Opiniones de un extraño) con un espectacular titular publicado por El Mundo: "Científicos españoles revelan que entre los indígenas africanos no existe la depresión". La noticia sorprendía por doble motivo: que se haya descubierto la impertinencia de la depresión entre los "índígenas africanos" y que los responsables de tan importante hallazgo sean unos "científicos españoles" (el caso merecería casi un comentario de Josu Mezo).

Los responsables de la "investigación" no se conformaban con negar la incidencia de depresión entre estas "sociedades tradicionales", saltando por encima de cuanto hasta ahora habíamos creído (tomando como referencia incluso a colegas suyos, reputados antropólogos de la salud, como Arthur Kleinman), sino que utilizaban sus 50.000 Km. a la busca de pueblos aislados para criticar el modo de vida occidental, sus desórdenes de la abundancia y su "individualismo patológico". En una entrevista concedida también a El Mundo, Giner Abati se expresaba de esta guisa:

Nuestra sociedad esta pagando un alto precio por el "progreso", como se demuestra por la irrupción de enfermedades crónicas, degenerativas y sobre todo trastornos mentales de distinta índole. Tampoco hay obesidad, ni anorexia, ni insomnio... en estas sociedades no industrializadas.

Descubrimos, gracias al trabajo de Giner y sus colaboradores, que los pigmeos encuentran en la selva todo un "arsenal terapéutico", y que los buenos salvajes africanos "pueden morir de Malaria", pero a buen seguro no lo harán por anorexia o depresión, puesto que están perpetuamente protegidos por la solidez de sus redes sociales. Lo que resulta, sin duda, un gran consuelo para estos hombres mucho mejor adaptados que nuestra desdichada civilización electromagnética. Ahora bien, nuestros "científicos españoles" no precisan datos fundamentales para cotejar la verdadera salud de estas "sociedades tradicionales". No conocemos asuntos tan vitales como cuál es su porcentaje de mortandad infantil, su expectativa de vida o la tasa de homicidios. Hasta ahora, sabíamos que las sociedades no industrializadas apenas podían superar el "techo malthusiano" de más de dos hijos por mujer, su expectativa vital no superaba los 30 años, y su índice de homicidios era, en general, superior al de Detroit.

Pero, mientras el sol brille en los ojos del último buen salvaje, cualquier estupidez parece estarnos permitida -y, mucho mejor aún, subvencionada.

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